jueves, 7 de abril de 2011

La cárcel es un territorio abandonado



Desde ayer que venimos escuchando repetidamente que estamos enfrentando la peor tragedia carcelaria en años, frente a la muerte de 81 compatriotas que cumplían condena en la cárcel de San Miguel. Es cierto, es una tragedia de proporciones que requiere de investigación sobre las causas del hecho mismo, las formas de respuesta, la limitada dotación de gendarmes, la presencia de bomberos, apoyo médico, entre otros múltiples elementos.

Los internos que han fallecido hoy pueden haber generado el fuego que los llevó a la muerte. Las constantes peleas internas pueden ser parte de un panorama que, por  repetido, no debería ser banalizado. La sobrepoblación puede tener raíces en décadas de abandono del sistema, pero lo que se debe permitir es que esta tragedia sea olvidada. 

La cárcel es la forma como las sociedades pretenden castigar a aquellos que cometen conductas que son consideradas delictivas, y además reinsertarlos para evitar futuros delitos. En formato ideal suena bien. Ciertamente, todo aquel que comete un delito debe cumplir un castigo social adecuado, pero además debe poder tener acceso a mecanismos de rehabilitación (especialmente para adictos) y reinserción (especialmente capacitación, educación y formación para el trabajo).  

En la actualidad no todos los que cometen delitos van a la cárcel. Lo hacen principalmente los más pobres y jóvenes, y en casi ningún caso reciben asistencia para la reinserción. Así entendida entonces, la cárcel es hoy un territorio abandonado al que se prefiere vigilar para evitar fugas antes de controlar por dentro. Un espacio donde se depositan seres humanos que, al parecer, la sociedad prefiere olvidar hasta que una tragedia como hoy emerge.

Dramático como suena, esta situación puede ser la única oportunidad para sensibilizar a la población, hacer que los políticos tomen decisiones técnicas y no electoralistas, y se enfrenten los problemas profundos detrás de la forma poco justa en que hemos tratado de solucionar el problema.

Las medidas deben ser múltiples. Se abre una ventana de oportunidades para propuestas como el indulto del Bicentenario para personas mayores, aquellos que podrían ser monitoreados con sistemas de vigilancia a distancia y enfermos terminales. Se abre también la puerta para fortalecer, ahora mismo, el sistema de medidas alternativas para evitar que siga siendo un eufemismo sin efectividad alguna. 

Se estira la mirada para comprender que la concesión no ha sido solución alguna al problema, y por ende corresponde al Estado retomar su rol completo en la construcción y mantenimiento (sólo mirar los costos de las primeras fases así lo evidencian). Además, reconocer que el incremento de penas es una pérdida de tiempo legislativo y, por ende, recuperar la mano inteligente antes que cualquier otra metáfora.

Pero también la crisis nos debe hacer mirar la tardanza en la modernización del Sename, semillero de problemas que en muchos casos terminan en el sistema penitenciario. La modernización de Gendarmería no pasa únicamente por aumentar la dotación; se requiere de una intervención mayor para enfrentar años de limitado desarrollo. 

Todo esto es cierto y necesario, pero la realidad de las cárceles de Chile y América Latina es que están llenas de jóvenes pobres a los que la sociedad no les entrega ninguna alternativa real de desarrollo. Mala educación, pésimas condiciones de empleabilidad, violencia, adicciones y precariedades, es lo único que conocen como forma de sobrevivencia. 

La delincuencia no es una opción para muchos, sino el único camino que conocen para sobrevivir.  Avanzar en mejorar el sistema es importante y urgente, pero el compromiso de la sociedad para limitar estos factores que potencian el crimen y la delincuencia, es clave para evitar una tragedia generacional de largo aliento.

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